Poco lejos del Giomein, a un par de horas de Valtournenche, en una cuenca muy verde, por laderas cubiertas de brezos rosados y de rododendros bermejos, por bosques de abetos oscuros, se extiende un pequeño lago alpestre. Se trata del “Lago Blu”, llamado así por el color de sus aguas, intensamente cerúleas, que recuerda al turquesa y que se deriva de un mineral presente en el fondo.

La pirámide del Cervino se refleja en el limpio espejo de las aguas, con un efecto mágico; desde la orilla, si se mira al fondo, se pueden vislumbrar algunos troncos dispersos, que se asemejan a las vigas de un tejado: estas evocan la melancólica leyenda del lago.

Hace mucho tiempo, donde ahora está el lago, se encontraba una bella cabaña, morada de una familia de pastores. Sin embargo, los pastores no eran buenos ni caritativos y la mujer, la esposa, tenía igualmente un corazón duro y cruel. Un día se presentó en la puerta de la casa un misterioso peregrino: tenía el rostro pálido y cansado, las ropas como harapos, y se apoyaba abatido en un grueso bastón retorcido. La mujer, que fue a abrirle, lo miró de arriba abajo con evidente desconfianza.
- ¿Qué quieres? - le preguntó con voz dura.
- Por el amor de Dios, - murmuró el transeúnte - dame un poco de maicena y un poco de suero de leche…
Lo que el pobre pedía era poca cosa. Pero la pastora avara y despiadada respondió de mala manera:
- Vete, no tengo nada para ti. - y le volvió la espalda.
El más pequeño de sus niños había asistido a la escena y sintió angustia en el corazón, de dolor y de piedad. Entró en la casa, fue a coger el bol de leche de su desayuno para ofrecérselo al peregrino. Pero sus familiares se opusieron y, para mofarse, dieron al viandante un cuenco lleno de agua sucia. El pobre desgraciado se alejó desconsolado, murmurando oscuras palabras…